Gladys. "Voy a limpiar las telarañas del techo", comentó.
No tuvo éxito. "Andá a limpiar, que los trabajos de ''conchita'' son los que mejor hacés", llegó la respuesta como latigazo. Prefirió ir a podar la parra. Cuando llegó al armario para buscar un casco se encontró con la escopeta Víctor Sarrasqueta, calibre 16,5, que su suegra, Elena Arreche, le había traído de Europa.
El arma recompuso su ego. La tomó casi con pericia. Cargó rápido. Y guardó más cartuchos en el bolsillo de su guardapolvo. Entonces inició la cacería. Fue hasta la cocina, donde estaban su mujer y su hija menor, Adriana. Primero le disparó a Gladys. "Mami, está loco", escuchó con nitidez a pesar del estruendo que rebotaba en las paredes. No se detuvo. Esta vez, los disparos fueron contra la chica.
Por las escaleras bajó Elena Arreche, la suegra, quien en la mente del dentista aparecía como "la desintegradora de la familia". Otra vez tuvo precisión. Su otra hija, Cecilia, saltó sobre el cadáver de su abuela y le gritó: "¿Qué hiciste, hijo de puta?". Era su preferida. También la mató.
Luego, con la prolijidad que utilizaba para acomodar su consultorio, comenzó a levantar los cartuchos usados. Los puso en una caja y los colocó en el baúl de su auto.
Barreda regresó al comedor, con un plan en la cabeza. Desacomodó algunos muebles, desparramó papeles y armó un escenario de robo.
Al mediodía salió en su Ford Falcon. Tiró los cartuchos en una boca de tormenta del centro platense. Después, fue hasta un paraje cercano a Punta Lara y tiró la escopeta a un canal.
Ninguna evidencia podría cercarlo, pensó. Entonces, se fue tranquilo al zoológico. Tuvo tiempo para llegar al cementerio ("para conversar con mis viejos", contó luego) y a las 16.30 entró a un hotel alojamiento con su amiga, Hilda Bono.
A la medianoche regresó a su casa y prendió las luces. Los cuatro cuerpos seguían ahí, desparramados.
Siguió su plan: fue a buscar un servicio de ambulancias. Y cuando llegó la Policía contó la historia de robo, fingió sorpresa y mantuvo su gesto de suficiencia.
Fue trasladado a la seccional 1. El comisario Angel Petti tenía una sospecha, pero Barreda seguía haciendo su papel. Hasta que el policía probó una fórmula: le dio un Código Penal, abierto en la página donde el artículo 34 establece la inimputabilidad. Es decir, donde se indica que no son castigados aquellos que no entienden —por locura u otra causa— lo que hacen.
Leyó el texto. Se sintió más seguro. Entendió el mensaje. Había llegado el momento de cambiar de papel. Un rato después llamó a Petti y le contó la verdad.
El 7 de agosto de 1995 reveló cada detalle del cuádruple crimen a los integrantes de la Sala I de la Cámara Penal Carlos Hortel, Pedro Soria y María Clelia Rosentock. Nunca se quebró.
Un perito, Bartolomé Capurro, aseguró al tribunal que el acusado padecía de "psicosis delirante". Si esa teoría hubiese sido aceptada por la Cámara, Barreda habría terminado en un manicomio. Para entonces, la opinión pública estaba dividida entre quienes lo creían loco y aquellos que veían un gran simulador en él.
Después de largas jornadas de juicio, el acusado fue condenado a reclusión perpetua por triple homicidio calificado y homicidio simple.
De los tres jueces, sólo Rosentock creyó que Barreda estaba loco. Y dijo en el fallo: "Era un fanático de la unión familiar que sucumbió cuando la vio desintegrarse". Hoy, en la cárcel, Barreda sueña con otro hogar que borre los fantasmas del pasado.
No tuvo éxito. "Andá a limpiar, que los trabajos de ''conchita'' son los que mejor hacés", llegó la respuesta como latigazo. Prefirió ir a podar la parra. Cuando llegó al armario para buscar un casco se encontró con la escopeta Víctor Sarrasqueta, calibre 16,5, que su suegra, Elena Arreche, le había traído de Europa.
El arma recompuso su ego. La tomó casi con pericia. Cargó rápido. Y guardó más cartuchos en el bolsillo de su guardapolvo. Entonces inició la cacería. Fue hasta la cocina, donde estaban su mujer y su hija menor, Adriana. Primero le disparó a Gladys. "Mami, está loco", escuchó con nitidez a pesar del estruendo que rebotaba en las paredes. No se detuvo. Esta vez, los disparos fueron contra la chica.
Por las escaleras bajó Elena Arreche, la suegra, quien en la mente del dentista aparecía como "la desintegradora de la familia". Otra vez tuvo precisión. Su otra hija, Cecilia, saltó sobre el cadáver de su abuela y le gritó: "¿Qué hiciste, hijo de puta?". Era su preferida. También la mató.
Luego, con la prolijidad que utilizaba para acomodar su consultorio, comenzó a levantar los cartuchos usados. Los puso en una caja y los colocó en el baúl de su auto.
Barreda regresó al comedor, con un plan en la cabeza. Desacomodó algunos muebles, desparramó papeles y armó un escenario de robo.
Al mediodía salió en su Ford Falcon. Tiró los cartuchos en una boca de tormenta del centro platense. Después, fue hasta un paraje cercano a Punta Lara y tiró la escopeta a un canal.
Ninguna evidencia podría cercarlo, pensó. Entonces, se fue tranquilo al zoológico. Tuvo tiempo para llegar al cementerio ("para conversar con mis viejos", contó luego) y a las 16.30 entró a un hotel alojamiento con su amiga, Hilda Bono.
A la medianoche regresó a su casa y prendió las luces. Los cuatro cuerpos seguían ahí, desparramados.
Siguió su plan: fue a buscar un servicio de ambulancias. Y cuando llegó la Policía contó la historia de robo, fingió sorpresa y mantuvo su gesto de suficiencia.
Fue trasladado a la seccional 1. El comisario Angel Petti tenía una sospecha, pero Barreda seguía haciendo su papel. Hasta que el policía probó una fórmula: le dio un Código Penal, abierto en la página donde el artículo 34 establece la inimputabilidad. Es decir, donde se indica que no son castigados aquellos que no entienden —por locura u otra causa— lo que hacen.
Leyó el texto. Se sintió más seguro. Entendió el mensaje. Había llegado el momento de cambiar de papel. Un rato después llamó a Petti y le contó la verdad.
El 7 de agosto de 1995 reveló cada detalle del cuádruple crimen a los integrantes de la Sala I de la Cámara Penal Carlos Hortel, Pedro Soria y María Clelia Rosentock. Nunca se quebró.
Un perito, Bartolomé Capurro, aseguró al tribunal que el acusado padecía de "psicosis delirante". Si esa teoría hubiese sido aceptada por la Cámara, Barreda habría terminado en un manicomio. Para entonces, la opinión pública estaba dividida entre quienes lo creían loco y aquellos que veían un gran simulador en él.
Después de largas jornadas de juicio, el acusado fue condenado a reclusión perpetua por triple homicidio calificado y homicidio simple.
De los tres jueces, sólo Rosentock creyó que Barreda estaba loco. Y dijo en el fallo: "Era un fanático de la unión familiar que sucumbió cuando la vio desintegrarse". Hoy, en la cárcel, Barreda sueña con otro hogar que borre los fantasmas del pasado.
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